lunes, febrero 16, 2009

LAZARILLO DE TORMES: CUATRO VISIONES

Aunque mal vamos si recurrimos con excesiva frecuencia a los recuerdos infantiles, en este caso no podría ser de otro modo, ya que los de esos años van inextricablemente unidos a la percepción que tenemos sobre determinados personajes de ficción que aparecieron por entonces en nuestras vidas y se quedaron en ellas para siempre, viéndonos crecer mientras reflejábamos en ellos los cambios que se habían ido produciendo en nosotros mismos a medida que nos hacíamos mayores, pero conservando inalterables aquellos aspectos que los hicieron especiales a nuestros ojos de niño.

Todos guardamos personajes como ésos en la memoria de nuestro baúl de los recuerdos, de nuestras cajas de zapatos o de nuestro cementerio del Capitán Nemo particular. Yo, si tuviera que decidirme por uno de ellos, creo que me decantaría por el Lazarillo de Tormes.

Digamos que ha ido creciendo conmigo desde que lo conocí, siendo una niña de colegio, de un modelo de colegio que ya no existe, claro, con unos planes de estudio y unos maestros que en nada se asemejan a los actuales y de los que, desde la perspectiva de los años que han pasado, tiendes a tener presente sólo las cosas buenas, o sea, aquéllas que hicieron posible que aprendiéramos con verdadero interés aquello con lo que ellos y ellas consiguieron llamar poderosamente nuestra atención hasta más allá de lo puramente académico, logrando que permaneciera en nuestro cerebro incluso después de transcurrido el examen.

Y una de esas cosas buenas fue que nos hicieran descubrir a los clásicos de la literatura y en particular la vida de este peculiar personaje cuyas desventuras, a tan temprana edad, no causaban sino risas y más de una carcajada incrédula, pero que releídas tiempo después, con unos años más y algo menos de serrín en la mollera, causaron poco menos que estupor por el desparpajo con que un personaje del siglo XVI arremete tan sutilmente contra la sociedad en la que le ha tocado vivir. Este pregonero de Toledo, hijo de molinero (y, por ende, ladrón), que cita a Plinio y a Tulio con una familiaridad pasmosa, se aviene a contarnos en primera persona su historia, la ficticia retrospectiva de lo acontecido desde su nacimiento hasta que se convierte en un adulto que, obligado por las circunstancias, debe responder a las habladurías de los vecinos que ponen en duda su honor y su honra, al dudar de la de su esposa que, al parecer, tenia relaciones con un arcipreste. Un personaje de ficción creado por un autor que prefirió permanecer en el anonimato y que llegó a escribir la autobiografía de un pícaro cuya lectura sería censurada y prohibida por la propia Inquisición, lo que no es de extrañar teniendo en cuenta que no deja títere con cabeza en las descripciones de sus experiencias con los miembros de los tres estratos sociales a los que tuvo que servir (sobre todo el eclesiástico) y con los que aprendió cuanto necesitaba y más para sortear el hambre y los maltratos físicos a los que en ocasiones era sometido, aguzando su ingenio con mil trabajos y fatigas hasta hacerse con un modo de vida fácil que le permitiera “tener descanso y ganar algo para la vejez”, procurándose “un oficio real, viendo que no hay nadie que medre sino los que le tienen”.

Así que en el transcurso de los años, a la lectura de algunos párrafos en el libro de texto continuó la del original, rematada por la inenarrable experiencia de ver a ese gran actor que es Rafael Álvarez, "El Brujo", encarnando como nadie al pícaro por antonomasia en la magnífica adaptación que el fallecido Fernando Fernán Gómez hizo para el teatro de esta joya de la literatura del Siglo de Oro español, convirtiendo en monólogo el estilo epistolar de la novela. Recordarlo es todo un ejercicio de nostalgia, quizás porque ya han transcurrido más de diez años desde que le vi representar al pregonero en un pequeño teatro de mi ciudad que hoy ya no existe, o quizás porque desde ese momento la imagen de Lázaro de Tormes se identificó por mucho tiempo con la que nos ofreció El Brujo en su extraordinaria interpretación.

Mi interés por la literatura infantil me devolvió al Lazarillo que yo siempre había imaginado, no como un adulto que cuenta lo que le pasó criticando como quien no quiere la cosa la hipocresía, el honor y las falsas apariencias, sino como un pobre niño permanentemente muerto de hambre que va creciendo a pesar de sus tribulaciones con un ciego tacaño, un clérigo avariento, un escudero con honor pero sin hacienda, un fraile mercedario, un vendedor de bulas, un capellán o un alguacil y que, una vez adulto, después de trabajar de aguador, encuentra el oficio de su vida –pregonero- y acaba bien posicionado gracias a un matrimonio de conveniencia, al menos para la esposa y su amante. Ello sólo fue posible a través de los libros ilustrados. La versión de Luis G. Martín, publicada por la Editorial Luis Vives en 2004, trata de aproximar la novela original a los jóvenes lectores de ahora, haciendo paralelismos entre lo sucedido al pícaro del siglo XVI y lo que les ocurre a los “picaros” del siglo XXI, así como su forma de agudizar el ingenio ante las circunstancias que les toca vivir. De lectura amena, la adaptación del texto va acompañada por los dibujos de ese magnífico ilustrador que es Roger Olmos, autor de imágenes que hablan por sí solas y muestran personajes llenos de expresividad y cuya visión personal refleja precisamente la imagen que siempre había tenido de aquel pobre niño, de apariencia demacrada y mirada triste, y la de los amos a los que sirvió, crueles, hipócritas y tan hambrientos como él mismo.

Sin embargo, fue precisamente a finales del año pasado cuando encontré la que para mí ha sido la última versión de El Lazarillo de Tormes, la que la Editorial SM ha publicado en formato cómic, dibujada y adaptada por Enrique Lorenzo. La editorial ha iniciado una serie de adaptaciones de los clásicos a través de un formato mucho más atractivo para los lectores a los que va dirigida, de las que ya se han publicado Romeo y Julieta (con guión de Ricardo Gómez e ilustraciones de David Rubín), La Odisea (Jorge González) o Tirante el blanco (Miguel Porto). Enrique Lorenzo ha conservado el espíritu original del personaje, a quien ha dotado de una locuacidad para contar su historia y un optimismo en el futuro realmente encomiables, aunque limitando las vicisitudes de Lazarillo a las que vive con sus tres amos más conocidos: el ciego, el clérigo y el hidalgo. La acción tal y como se desarrolla recoge los aspectos más divertidos de la novela y tiene mucho de cinematográfica, al igual que sus dibujos, que tienen un aire innegable a “Nouvelle BD”, con personajes que nos recuerdan a los de Larcenet o Blain, tan distintos a los que descubrimos en su participación en Seis Dedos, de la Editorial Dibbuks. Bien lo ha debido hacer o ha dado con la fórmula precisa para la comedia cuando la editorial le ha encargado la adaptación de una obra de teatro de Molière, El médico a palos.

La iniciativa de la Editorial SM es una manera de mostrar los clásicos al público infantil y juvenil, pero también una forma de que este público conozca a ilustradores y dibujantes de cómics con cuyos trabajos, a buen seguro, se encontrará en el futuro dentro del fantástico mundo del noveno arte.

En realidad, el proceso solía ser al revés, al menos así lo era cuando era pequeña: Primero leíamos la adaptación de la obra literaria en formato tebeo (todo estaba en las joyas literarias juveniles) para pasar, ya de mayores, a la lectura del original enganchados todavía al recuerdo de los buenos momentos reportados con las adaptaciones. Pero esta vez ocurrió precisamente lo contrario, lo que me ha permitido obtener, a la inversa, cuatro visiones distintas (a falta de la cinematográfica) de un personaje genial que nunca pasará de moda.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias. Me ha sido de gran ayuda. Trabajo con niños y no se me ocurría cómo mostrarles al Lazarillo. Me has ayudado.